Hace 35 años moría Ángel Amadeo Labruna. Muy pocos recuerdos tengo de él
dirigiendo a River y mucho menos lo vi jugar. Pero la curiosidad, los
libros de historia y las viejas revistas me alcanzaron para comprender
que fue el más grande del más grande. Y no me refiero a que Labruna
solamente fue un gran futbolista en época sobraban grandes jugadores. No
me limito a marcar que fue el máximo goleador de Primera División y de
los Superclásicos. No lo circunscribo a su condición de
jugador más ganador en River Plate. No es porque fue uno de los
jugadores que más defendió el Manto Sagrado. No es simplemente porque su
apellido estuvo ligado a La Máquina y La Maquinita. No me alcanza con
delimitarlo a su condición de líder de aquel equipo que nos sacó de la
noche que duró 17 años y pico. Ya lo he dicho y lo repito: Ángel Amadeo
Labruna es más que la suma simple de todo lo anterior. Su condición es
de un blasón, un emblema, la representación gráfica del “deber ser”
riverplatense: nunca llorar, no tener miedo y siempre pretender las tres
G. La única frustración posible es no sostener esos principios. Ángel,
te conozco y te admiro aunque compartimos el mundo muy poco tiempo. Pero
eso no importa. Vos trascendiste el tiempo y tu eco me estremece y
agiganta mi corazón. ¡Gracias por hacerme entender lo que significa que
mi sangre esté cruzada por un blanco pabellón!
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