Luego de la derrota por penales
de la selección nacional, las redes sociales estallaron en contra o en defensa de
algunos jugadores en particular. Una construcción de héroes y villanos que se puede entender como una reacción
natural frente a una nueva frustración deportiva y seguir adelante con la vida
cotidiana. Pero también se puede cuestionar semejante reacción generalizada.
En general, toda la hoguera de
apasionadas argumentaciones comparten un mismo consenso básico: una extraña y contradictoria
mezcla entre sacralidad de la capacidad individual y omnipotencia del jugador
de fútbol, con un determinismo absoluto del resultado que es “posible”. En toda
esa mezcla se anula del análisis lo mejor que tiene el fútbol: la zona de
incertidumbre que contiene un juego colectivo particularmente parejo.
Toda perspectiva supone la
mediación de un sistema de predisposiciones históricamente armadas, es decir, de valores, de conceptualizaciones y de experiencias que tanto sesgan como dan sentido a eso caótico llamado "realidad". Advertidos de ello, quiero llamar la
atención sobre un momento que se ocurre nodal en la conformación de esa identidad:
el Mundial del ´86. Desde que Maradona la descosió frente a los ingleses y
belgas se consolidó la idea de que el fútbol es un deporte de suma simple
individualidades.
Ello es paradójico porque el
seleccionado del ´86 era la respuesta al seleccionado del ´82. En el Mundial de
España, la Argentina presentó una generación de futbolistas como nunca tuvo
antes o volvió a tener en un mundial: Kempes, Maradona, Passarella, Fillol,
Bertoni, Ramón Díaz, Valdano, Ardiles, Gallego, Olguín, Tarantini, Pumpido,
Trossero, Olarticochea, Calderón, Barbas, Baley, Galvan, Patricio Hernández y
otros. Incluso se daba el lujo de dejar afuera a Alonso, Bochini y Villaverde.
Todos los que fuimos contemporáneos “sabíamos” que esa selección no “podía” perder
¿por qué? Porque la suma simple de omnipotentes individualidades determinaba como
único resultado posible volver a ser campeón. A esa cuenta “lógica” hay que
sumar la necesidad de revancha “nacional” por la derrota en Malvinas.
Finalmente, el Mundial ´82 tuvo solamente a Passarella en el nivel esperado, el
resto fueron una sombra de lo que se esperaba de ellos y su estrella máxima se hizo
expulsar en el clásico contra Brasil. La conclusión era que ese seleccionado
nunca fue un “equipo”, es decir, una combinación de individualidades
amalgamadas, sino la suma de jugadores con enormes egos que no fueron capaces
de desplegar un buen juego de equipo. Todo
lo bueno que había hecho Menotti para formar un “equipo” para el Mundial ´78,
parecía que se había olvidado. No por nada eran épocas en donde el equipo
germinal del fútbol argentino, La Máquina, fue reducido a la suma de cinco
apellidos, oscureciendo lo que realmente era: un equipo total, lo que después
se llamó “fútbol total”.
En los años que van desde el 82
al 85, Bilardo intentó formar nuevamente un equipo desde los supuestos que se
desprenden de la escuela de fútbol de Estudiantes. Pero a pesar de su enorme
voluntarismo, al llegar la eliminatoria del 85, la Argentina no tenía "equipo".
Bajo el fantasma de la eliminación en la Bombonera del año 69, se jugó un partido
crucial en el Monumental, donde Maradona fue borrado de la cancha por Reina y
Fillol tuvo dos atajadas fundamentales cuando el partido se encontraba 1 a 2. Pero
de modo “principal” ocurrió que, cuando el equipo se quedaba afuera del
mundial, Passarella hizo la jugada que estrelló la pelota en el palo y permitió
que Gareca la empujara sobre la línea para poner el 2 a 2 y así clasificar a la
selección al mundial. La jugada de Passarella reafirmaba empíricamente una
incipiente épica de la omnipotencia individual del jugador de fútbol.
Al llegar el Mundial ´86, el “equipo”
comenzó a aparecer de forma paulatina y de menos a más. En los primeros cuatro
partidos el conjunto fue mutando de 4 a 3 en el fondo, de 2 delanteros netos a
uno solo, de 4 volantes a 5, de un Maradona “enganche” a un Maradona libre. El equipo superó la fase de grupos y fue victorioso en la batalla del Rio de la Plata de los octavos de final. Y llegó el enfrentamiento con los ingleses, en donde la Argentina como equipo
dominó gran parte del encuentro. Pero eso no es lo que se recuerda, se sabe que
es el partido de la “mano de dios” y del “barrilete cósmico”, la
materialización del momento que sueña protagonizar todo aquel que jugó al
fútbol, sin importar si lo hizo en los mejores estadios del mundo o en el
Parque Güemes de la Avenida Figueroa Alcorta.
La historia del fútbol argentino se
reiniciaba a partir de ese evento. Fue al mismo tiempo un Big Crush y Big Bang futbolístico,
que generó un cambio en la continuidad del tiempo y el espacio. Nada volvió a
ser lo mismo bajo el dominio de la cosmovisión maradoniana. Desde ese momento la mayoría de
los aficionados al fútbol buscaron en vano ese héroe omnipotente que reproduzca
la supernova estelar de Maradona contra los ingleses. Primero ocurrió que el
mismo Maradona, con el “hijo del viento” y Goyco reafirmaron la gloria
individualista en el Mundial ´90. Más tarde el Batigol y “el jugador del pueblo”
fueron establecidos como las nuevas encarnaciones de la quinta esencia de la
mitología maradoniana, aunque sus rendimientos futbolísticos desmintieron sus
capacidades de producir tal gloria. Hoy el papel de héroe es “de” Mascherano.
Por supuesto que toda la épica
maradoniana de los héroes necesitaba de villanos para explicar la tragedia de
los resultados perdedores. Los primeros de ellos son Codesal y la enfermera del
Mundial ´94. Luego esos villanos funcionales los encarnaron los técnicos de turno, como
Passarella que no ponía a Batistuta y no llamaba a Caniggia o Pekerman que no hizo
entrar a Messi contra los alemanes. Todo ello suponía que las individualidades
hacen por sí mismas a un equipo. De allí que no nos puede sorprender que luego se
considere a algunos jugadores como villanos “responsables” de los fracasos
mundialistas, ello era solo una necesidad “lógica”. Así fueron crucificados
Ortega en el Mundial ´98, Verón en Mundial 2002 y Otamendi en Mundial 2010. Hoy el papel de villano es "de" Higuaín.
Hasta que por esa complicada
combinación del azar con el determinismo ocurrió que la Madre Patria le hizo a
la Argentina una reparación histórica: nos dio al mejor jugador del mundo. Porque
se sabe que Messi no es un producto futbolístico argentino, solamente es
argentino porque la madre lo parió aquí. Pero su “juego” es la adaptación de una
determinada dotación de genes al aporte científico europeo y al estilo del
Barcelona. Sin embargo, su identidad es profundamente argentina, lo que lo
empujó a desechar la posibilidad de ser la estrella del seleccionado español y
defender los colores nacionales.
La cosmovisión maradoniana
rápidamente lo percibió bajo sus estrechos moldes polares de villano y/o héroe.
Por supuesto que tales condiciones no se desprenden en sí mismas de las
condiciones futbolísticas de Messi, sino de la singularidad de los conceptos
con que son percibe el pueblo futbolístico tales condiciones: una extraña y contradictoria
mezcla entre sacralidad de la capacidad individual y omnipotencia del jugador
de fútbol, con un determinismo absoluto del resultado que es “posible”. Incluso
la desmentida de la cosmovisión maradoniana, el juego en equipo que le permite
al Barcelona ser casi siempre victorioso, le jugaba en contra a Messi en su
relación con los aficionados argentinos.
Messi es el mejor jugador que él
escribe vio, pero nunca en la selección formó parte de un gran “equipo” y siempre
tuvo afrontar más que jugadores rivales al ser envuelto en la sombra de
Maradona. Me parece que es hora de dejar de lado esa sombra, esa perversa cosmovisión,
porque se trata de una aberración de la perspectiva que implica un deporte: no
existen héroes sagrados o villanos y estrechos determinismos, eso es una forma
de pensamiento pueril; lo que existe son buenos y no tan buenos jugadores, y,
principalmente, lo que importa en el fútbol es si son parte de buenos equipos
que puedan reducir la zona de incertidumbre del mejor de los juegos colectivos.