Eduardo González Peña

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"El que cree haber entendido cualquier cosa sobre mí, se ha formado de mí una idea que responde a su imagen" Nietzsche.

sábado, 24 de mayo de 2014

La pequeña gran rebelión de Pablo.


Paradójicamente algunas dudas construyen certezas que determinan fatales destinos. Esto es lo que le ocurrió a Pablo y vamos a contar su mito.

Pablo poseía una duda fundante en su forma de razonar. Tal sospecha se puede resumir de la siguiente manera: aquellos que viven haciendo comprensiones llenas de mala fe sobre la vida de los demás, que inyectan un amargo rencor en su exploración sobre la vida ajena, que construyen desviados razonamientos bajo la falsa excusa de “decir las cosas claras” ¿Pueden exigir no ser (mal)tratados con esa misma forma maliciosa de buscar defectos en el otro?

Semejante duda se fue estableciendo en la consciencia de Pablo a medida que fue perdiendo su inocencia y que fue evolucionando en su percepción del mundo. En semejante trayecto, paulatinamente, Pablo fue dejando de rendir su percepción a los dogmatismos falaces de aquellos que dan cátedra sobre la vida de los demás, que departen sobre la formación humana del resto de los individuos y respecto a su ideología.

De forma gradual Pablo comenzó a percibirse dentro de una especie de fiesta de disfraces, cuyas máscaras eran las pretendidas virtudes de unos seres que eran como sombras. Se trataba de una representación que se erigía detrás de embozos, buscando ocultar la mala entraña de esas sombras blandas que quieren sin querer. Las caretas de fingida virtud ocultaba tanto la ignorancia de esos seres sombras como la ligereza en el decir y en el hacer que tenían internalizada, además de un cierto complejo de inferioridad. Pablo no podía establecer empatía alguna con aquellas sombras que se entregaban vilmente a los descaminos de semejante ácida desvergüenza.

Pablo estaba convencido de que todos tenemos defectos y que algunos -muy pocos por cierto- lograban a lo largo de la vida poseer un puñado de virtudes; de hecho, sospechaba de aquél que presumiera de falta de defectos y presentara una fachada impecable. Sin embargo, en Pablo el problema que despertaba su duda no tenía que ver con la condición incompleta de cualquiera de nosotros.

La duda de Pablo lo hacía verse como un actor involuntario de una dramaturgia previamente montada. Se advertía a sí mismo como un actor maquinal de una tragedia. Así la duda le fue creciendo hasta en convertirlo en Satanás. Se fue transformando en el ángel que con su conducta denunciaba a los débiles seres sombras y que había logrado poseer la fuerza para no dejarse arrastrar por la fuerza del conjunto. Sus alas le permitieron no estancarse en las aguas del pantano mundano de los seres sombra y en su vuelo Pablo comprendió que era mejor la soledad que ser parte de un cosmos insustancial.

La transformación de Pablo en Satanás le otorgó una certeza en la demasía del vacío: era necesario exigir su voluntad para lograr adquirir una conducta que le permitiera dejar atrás la inconstante condición de los seres sombras.

Semejante certeza lo hacía reusarse a establecer amistades con los que aceptaban ser cómplices de sus propias miserias y le impedía utilizar como argamasa para solidificar amistades a la triste falta de virtud del desaprensivo. Lo empujaba a no dejarse convertirse en un fingido descifrador de jeroglíficos que le eran imposibles comprender. No quería dedicarse a buscar donde no hay. Se negaba a hacer de los otros un cuadro de mórbidas formas derivadas de embusteros razonamientos.

Esas negativas eran las certezas que motorizan su pequeña gran rebelión frente a la divinidad del común actuar.

Eventualmente la pequeña gran rebelión de Pablo estaba destinada a fracasar. No porque fuera a ser quebrado en sus convicciones, sino por el hecho de que la coerción omnipotente de los muchos fijaba de antemano la inevitable derrota del que se encuentra solo. A pesar de tener plena consciencia de ello, Pablo no quería entregarse al desgraciado ablande producido en el vacío firmamento de los seres sombras, por lo que no dudó en enfrentar su fatal destino hasta ser derrotado.

El mito de Pablo, de Satanás, llegó a los oídos de quien ahora versa su historia, empujándolo a escribir las líneas que se encuentran leyendo para rescatarlo del infierno del olvido al que fue condenado por los seres sombras.

Sin embargo, aquella duda de Pablo, su certeza y su pequeña gran rebelión, pudo haber no sido.

lunes, 5 de mayo de 2014

Mi Torino SE, parte II y final


El valor de algunas ideas radica en su capacidad de encender el entusiasmo de la voluntad en busca de lo que se quiere, en permitirnos salir de la trampa que generan las ideas “cortas” y de conferirnos de respuestas anímicas para resolver los problemas concretos que se nos presentan. En mi caso tenía (y suelo tener) un fuerte desprecio por las formas de la vulgaridad en cualquiera de sus modalidades (desde las artísticas hasta las intelectuales). ¿Qué entiendo por vulgar? Es otra forma que me doy para llamar a lo “normal”, es decir, de nombrar a lo que no tiene nada de originalidad.

Si bien la originalidad, en sí misma, es solo un fetiche, su búsqueda posibilita el desarrollo de excelencias. Tal vez esa búsqueda sea impulsada por el deseo vanidoso  de querer pertenecer a la aristocracia del espíritu. Aunque cuál es la causa eficiente de semejante exploración, en realidad, no importa; lo realmente relevante es que estimula a oponerse al orden de valores considerados legítimos por los espíritus adocenados. La utopía de la originalidad es un motor para lograr contar con algo que es irreducible, que no se deja ahogar por las convenciones de las tétricas escalas de lo vulgar.

El mundo es sensacionalmente complejo, pero las formas de razonamiento pedestres clausuran las posibilidades de poder percibirlo y se inhiben frente a la materia plástica que es la realidad. En el caso del relato que nos ocupa era típico que tuviera que escuchar decir a éstos espíritus que “el Torino es grasa”, que “el Torino consume mucho”, que “es un auto viejo” o cualquier otro tipo de sentencia acompañada por el sello propio de la acidez corrosiva del sentido común. Mal por ellos. Se pierden en la vida como las hojas caídas en el otoño.

Yo me encontraba enamorado de la idea de tener un Torino. No me importaba que fuera un cuatro puertas cuando deseaba una cupé (con el tiempo tuve la ansiada TSX, con sus 200 Hps, A/A, DH, tablero de avión, etc.). No me afectaba el gran choque que tenía en el guardabarros trasero derecho. No incomodaba tener que ir “pateando” hasta la facultad cuando no tenía dinero para poner en el tanque de combustible los cinco litros necesarios para hacer los 20 km del circuito casa, sede Ramos Mejía de Sociales y vuelta a mi casa. No me afectó tener la DH rota al momento de estacionar en el examen para sacar la licencia de conducir. No me molestaba tener que recorrer todo Guarnes para conseguir algunos repuestos. Lo mismo puedo decir de ensuciarme desarmando toda la distribución del motor para cambiar la cadena, tener que reemplazar un metal biela fundido, en reparar el tren delantero o en limpiar el carburador. Incluso una mujer que mirara con malos ojos mi Toro o que hiciera algún comentario inconveniente no valía la pena. Por supuesto que en algún punto todo eso me fastidiaba, pero para mí merecía la pena.

Todos esos esfuerzos eran eclipsados por el placer de salir con los amigos por media ciudad de Buenos Aires o por poder ir de vacaciones a la costa con ellos; por el empuje de escuchar en su interior AC/DC, Iron Maiden, Megadeth, Ozzy, Manowar o el primer CD de Almafuerte; por ir con los amigos en el Toro los fin de semana a Tigre para remar o ir a pescar a Entre Ríos; por decirle a un “viejo” pelado que conducía un Mercedes-Benz, de ventanilla a ventanilla, que veníamos desde hace 200 km con una biela fundida pero qué importaba si teníamos pelo en la cabeza; por el hecho de que ningún amigo o conocido pueda decir que no lo llevé hasta su casa (menos que le cobré la nafta); por todas las veces que me protegió de la lluvia; por el privilegio de conducirlo por todo el gran Buenos Aires debido a cuestiones de trabajo; por el brillo de sus cromados después de lavarlo; o por silenciar a los Falcón Sprint que se reunían en el Puerto de Olivos con el grave y único rugido de su motor con “solo” 180 Hps (los Sprint y las Chevy SS tienen 160 Hps).

Aún hoy en día algunos todavía me recuerdan por mi Torino SE y otros por mi cupé TSX. Es indudable que ambos Torinos fueron parte de vida y que se encuentran estampados en mi ser. Es por ello que me sentí empujado a escribir estas letras: no quiero olvidar esas emociones marcadas a fuego en mi experiencia vital.

Sin embargo, todas estas anécdotas, emociones y sucesos ligados a mi Torino SE, modelo 1977, de color gris coraza, con DH y caja ZF, pudieron haber no sido.

jueves, 1 de mayo de 2014

Mi Torino SE, parte I


A pesar de que el tiempo es un ladrón que toma sin permiso nuestras razones y un espectro que nos impide posar la mirada en el ayer, voy a hacer memoria sobre mi pasado. Al volver la vista y meterme en la urdiembre del tiempo que ya no será, pocos momentos encuentro que sean más iniciáticos que aquellos que refieren a la época relacionada con mi “primer motor”, mi primer automóvil, mi primer Torino.  


El recuerdo se preserva de modo tan fuerte que todavía hoy puedo experimentar la sensación profundamente tribal de tener mi “caballo de hierro”. Es un momento que no lo puedo reducir a las partes simples que lo componen -tener un vehículo, manejarlo, lavarlo, arreglarlo, conseguir dinero para mantenerlo, etc.- sino que creo que refiere a un período en donde maduran largos procesos de individualización, que se enmarcan dentro de un fuerte aroma a ingenuidad y que en su relación construyen un todo.

Si bien no puedo precisar el origen exacto de tales sensaciones, puedo suponer que se relacionaba con poder llevar a la práctica todo aquello había aprehendido en mis juegos de infancia. Pasan por mi mente toda una serie de recuerdos. Entre los juguetes de mi niñez puedo destacar mis autitos de “colección” Matchbox y Jet, mi karting, sentarse tras el volante del auto familiar para enfrascarme en una terrible carrera imaginaria o mis juegos de cartas Tope Y Quartet (F1 y Autos Sport) y Match 4 (con su gloriosa serie de “autos argentinos”, donde descollaba el Torino). Pero además puedo agregar que en la TV siempre “me esperaban” Los Dukes de Hazzard, Los Autos Locos y Meteoro, con sus gloriosos General Lee, Súper Ferrari y Match V, junto a las carreras de F1 del “Lole” y las películas de Cupido Motorizado. Asimismo debo mencionar mi devoción por correr en los kartings eléctricos que alquilaban en la costa atlántica durante el verano.

Ya en la adolescencia recuerdo esperar para poder comprar mes a mes la revista Parabrisas, y luego leerla una y otra vez. Así es que legué a conocer las cilindradas, HPs, Cx y otra enorme cantidad de datos sobre los autos de los ´80, que en su mayoría todavía se encuentran en mi memoria. También se destaca la carpeta de mi segundo y tercer año de secundaria que llevaba pegada una gran imagen de un Ford Sierra Cosworth participante del mundial de rally. De igual importancia era mi atracción por las carreras de TC 2000, con sus cupés Fuegos y Sierras o los VW 1500.

Y cómo olvidar aquel verano de 1984, en una zona por entonces desierta de San Bernardo, cuando tuve mi primera experiencia al volante. Fue al mando de un enorme Rambler Classic modelo 1968. Se trató de un auto que estuvo un instante en mi vida pero no cualquier instante. Lo recuerdo extrañamente majestuoso, enorme muy enorme, con su elegante tablero y su palanca “al volante”. Era sin duda todo un reto a vencer para un niño de 10 años que apenas llegaba a los pedales y que conduciendolo se sintió Bo Luke por algunos metros ¿cuántos? ¿50, 100 o 200? No los recuerdo pero todavía me viene a mí la adrenalina que me traspasó todo el cuerpo cuando me puse al mando de semejante auto. Imagino que ese aumento de ritmo cardiaco producido por la adrenalina fue tan fuerte que terminó por eclipsar en mi mente todo el resto de las circunstancias.

Pero hasta aquí me he referido a cuestiones generales de mi relación con los autos. De modo particular había un auto que me llamaba la atención: el Torino ¿las razones? Bueno puedo esgrimir algunas posibles pistas que me ayuden a reconstruir tal preferencia. Tal vez la más importante sea que en mi familia había un “Toro”, pero hay que relativizar semejante razonamiento porque también hubo muchos otros autos familiares que no tuvieron la misma influencia en mi corazón. Puede referirse a las leyendas que llegaban a mis oídos sobre sus glorias deportivas en Nurburgring o al logo de Toro rampante, lo cual creaba en mi una idea heroica del único auto que se podía llamar “argentino”. Sin duda su poderoso motor juega una parte importante en una explicación que busca evitar caer en la tautología. Pero si me dan a elegir existe una razón fundamental: mi personalidad Iconoclasta me impedía conectarme con un producto de Ford o Chevrolet.