Eduardo González Peña

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Argentina
"El que cree haber entendido cualquier cosa sobre mí, se ha formado de mí una idea que responde a su imagen" Nietzsche.

martes, 6 de marzo de 2018

Antígona y la "vida útil".

“Sabía que debo morir algún día, ¿cómo no saberlo?, aún sin tu voluntad, y si muero antes del tiempo eso será para mí un bien, según pienso. Cualquiera que vive como yo en medio de innumerables miserias, ¿no obtiene provecho con morir? Ciertamente, el destino que me espera en nada me aflige.” (Antígona a Creonte)
En alguna parte de nuestra doxa está escrito que la mercancías deben ser siempre renovadas. Damos como evidente que los valores de uso se vuelven obsoletos y desconocemos que el consumo es un hecho político, es decir, dominación y poder. Además, renovar los valores de uso tiene una función diferenciadora y discriminatoria, y con ello se simboliza la realidad y se fija significados, construye y reproduce las jerarquías sociales y son tomadas como señales de ubicación del agente en el espacio social.
En 1985 compré una caña, sus productores le deben haber proyectado unos 5 años de vida “útil”. Ellos ya proyectaban que la fibra de vidrio maciza quedaría obsoleta frente a la fibra de vidrio hueca. Ellos son, como Creonte, los que fijan la ley que rige la “vida y muerte” de todo valor de uso. Sin embargo, la caña que hasta hoy se llamó “Roja Súper Especial” se cansó de darme satisfacciones. Tal vez la más importante sea que ella le dio a Milito su primer pescado de rio y de mar. Su valor de uso superó todo lo que yo podía sospechar el día que la caña me entró por los ojos en aquel local de la calle Paraná. Ella sabe, como Antígona, que debe morir algún día. Pero eso no va ocurrir mientras de mí dependa. En estos días la reciclé y la rebauticé con el de nombre de “Antígona”. Va a colgar junto a “Garrote” en mi Fortaleza de la Soledad, pero Antígona va a volver pescar.

Sin embargo, la doxa de las mercancías, la ley que rige la vida útil de una caña de fibra maciza y Antígona misma pudieron haber no sido.

Garrote y conocer-reconocer

Borges, en La Noche de los Dones, inicia su relato con un debate sobre el problema del conocimiento. Narra que alguien invocó la tesis platónica que supone que ya todo lo hemos visto en un orbe anterior, de suerte que conocer es reconocer. ¿En qué se relaciona la tesis platónica con lo que sigue? Bueno, hace 30 años y un mes compré una caña de mar que todavía conservo. Esa caña era "de lanzar", ya que medía tres metros y medio y podía soportar una plomada de 200 gramos. ¿Por qué comprar la caña más grande que pude encontrar? Porque conocer es reconocer, y eso es una trampa de la memoria y los sentidos.
Mi primera caña me la regalaron mis padres en 1977, cuando nació mi primer hermano. Era verde, de fibra y debía medir un metro cuarenta centímetros. Esa caña pasó su efímera vida guardada, hasta que mi madre decidió tirarla a la basura. Para aquella época ya iba a pescar. Mi primer recuerdo es con mi padre y mi tío Tito, en la Costanera Sur cuando todavía era bañada por el Rio de la Plata. Luego, verano de 1978, recuerdo el muelle de lo que era un pequeño rejunte de casas en lo que hoy se conoce como Mar del Tuyú (una zona que comenzaba a crecer merced a la pavimentación de la ruta provincial 11). Yo no “pescaba”, ni siquiera me dejaban entrar a la zona de cañas del muelle. Pero ¿cómo olvidar la noche en pleno mar y el imponente sonar de las olas golpeando obstinadamente los pilotes del muelle? También recuerdo ayudar a los que pescaban (algunos dicen “colaban” el agua) con “medio mundo” a recoger los peces y llevarlos al balde.
Cuando llegó el verano de 1981, mi tío Tito me prestó una caña adecuada para mi tamaño. Con ella pude pescar un pequeño cazón en el muelle de Mar de Ajó. Me sentía lo más. En aquella época “Tiburón” había dado una dimensión de “villano de película” a los escualos. Luego tuve que devolver esa caña prestada y me sentí como un jugador de fútbol sin una pelota…
Un día de 1982, yo me encontraba en la casa de mi abuela Amanda. Allí pasaba largas temporadas, pero era muy difícil aburrirme. La casa se encontraba en la calle Laprida a menos de dos cuadras de Santa Fe. En la noche permitía imaginar todo tipo monstruos y fantasmas, en el día estaba lleno de rincones para explorar. Allí comenzó mi relación con el árbol de la ciencia del bien y el mal, cuando descubrí la biblioteca de mi abuelo. Un día, buscando algo que no recuerdo, entré a la habitación de mis abuelos. Allí había un antiguo ropero que casi se tocaba, en uno de sus laterales, con una pared. En ese rincón pude distinguir algo. Con una gran adrenalina metí la mano y saqué un conjunto de cañas de pescar. La mayoría no se encontraban en condiciones de usar, por roturas y faltantes, pero entre ellas había una hermosa caña de dos metros ochenta centímetros. Lo primero que hice fue avisar a mi abuela, que no recordaba cómo habían llegado las cañas allí. A ello agregó que posiblemente eran de mi tío Tito y de mi padre. Cuando llegó mi padre le pregunté –ansioso– si la caña “era de él”, porque asumía que transitivamente se transformaba en mía. Pero mi padre destrozó mi entusiasmo con una fría frase: “no es mía”. “Entonces es de Tito”, le indiqué, y nuevamente me respondió con una negativa; pero agregó un dato fundamental: “seguro que es de tu otro tío”. El tío en cuestión se llamaba Miguel Ángel y no lo “conocía” porque vivía entre la península de San Pedro y LLao LLao, cerca de Bariloche. Era bastante años más joven que mi padre y mi tío Tito. Si no recuerdo mal era clase 57 y por eso se salvó de la colimba. Para mí era una especie de superhéroe que escala montañas, trabajaba en el centro atómico, había sido un gran alumno y otras muchas hazañas. Cuando mi abuela se enteró que la caña era de Miguel Ángel, me dijo que la volviera a guardar en ese oscuro rincón. No era de extrañar porque mi abuela nunca me había dejado entrar a un pequeño cuarto conocido como “de Miguel Ángel”. Lo que había allí era el mayor misterio de toda la casa. De todas formas no me desanimé e insistí con todos los que podían interceder frente a la negativa de mi abuela. Creo que fue mi abuelo el que convenció a Amanda de que no tenía sentido seguir guardando esas cañas. Finalmente, la caña de Miguel Ángel se convirtió en mi segunda caña. Con ella me cansé de pescar tanto en rio como en mar, tanto en la costa como en los muelles. A pesar de no tener pinta de ser fuerte y estar pasada de moda, aguantaba corvinas y, principalmente, me hacía muy feliz.
Llegado 1985, acompañe a mi madre a la calle Paraná no sé para qué. Creo que era verano, porque de otra forma yo tendría que estar en el doble turno del colegio. La calle Paraná era la Warnes de las casas de pesca y allí pude convencer a mi madre que me comprara una caña roja de fibra de vidrio de dos metros cuarenta centímetros. Esa caña pescó desde los lagos de Palermo hasta las escolleras de Mar del Plata. Incluso, en el invierno de 1987, la llevé a un campamento a Tafí del Valle para poder pescar truchas. La uso hasta hoy en día y mis hijos la conocen como la “de la suerte”, aunque su nombre es Roja Súper Especial (toda caña y auto tiene que tener nombre).
En la Semana Santa de 1987, llevé la caña “de Miguel Ángel” y la Roja Súper Especial a pescar a la Costanera Norte. Yo vivía a unas treinta cuadras del comienzo de la parte norte de la Costanera. Con mi hermano fuimos en bicicleta. En alguna parte del viaje –seguro que haciéndome el canchero– me caí y se golpeó la caña “de Miguel Ángel”. Cuando llegamos a la Costanera y empezamos a armar las cañas me di cuenta de que estaba rota. Pero me negué a reconocer que ya le había llegado la hora a la caña. No lo podía aceptar, era la caña que me acompañó casi toda la primaria y había pescado con ella la mitad de mi vida. Tuve que contener las lágrimas, porque el mandato era “los hombres no lloran”. En ese pequeño infierno personal, de pronto escuché tocar la bocina del Torino de mi padre. Manejaba mi madre y nos estaba buscando por toda la Costanera porque “los militares iban a dar un golpe”. Mientras todo el país estaba movilizado por el levantamiento cara pintada, a mí lo único que me importaba era cómo reparar mi caña preferida. El lunes posterior a “felices pascuas, la casa está en orden”, llevé la caña a una casa de pesca para repararla. Pero me dijeron que no tenía arreglo. De todas formas no me di por vencido y la reparé yo. Al fin de semana siguiente la llevé nuevamente a la Costanera y se terminó de partir en un lanzamiento. Finalmente me tuve que resignar y comencé a planear su reemplazo.
La única caña que me quedaba era la Roja Súper Especial y una caña de mi padre que se había podrido al nivel de sus encastres y que ya no servía para nada. Un compañero del Instituto Superior Porteño me prestó una caña de fibra de vidrio para mar “que se había encontrado en Pinamar” (se la choreo a alguno) y no le interesaba usar. Pero luego nos peleamos y se la tuve que devolver. Mientras recorría los negocios de pesca de Núñez y Belgrano, para saber precios. Eso fue en Mayo. Entonces tomé la decisión de ir caminado las quince cuadras que separaban mi casa del Porteño y no gastar en nada. Incluso ahorré la mayoría del dinero que me habían dado mis padres para ir al campamento de Tafí del Valle. Con ese dinero acumulado ya podía comprar una nueva caña. Pero el dinero quedó en uno de mis pantalones y mi madre lo llevó a lavar a una lavandería y así perdí buena parte de lo ahorrado. Los dioses de la pesca se rían de mí. Encima los dioses de la economía hacían lo mismo: la inflación no paraba y las cañas no dejaban de aumentar su precio. Pasaron los meses y llegó el verano, y lo que yo ahorraba siempre era nominalmente más y realmente menos. Entonces pedí a todo el que escuchaba que me dieran plata para la Navidad de 1987. Así pude comprar una caña de mar. Era del tipo conocido como “garrote” y era de caña natural. Tenía una excelente terminación y también compré un reel Escualo. Para ese entonces ya contaba con catorce años. En la decisión se condensó todo mi conocer que no era otra cosa que mi reconocer. ¿Por qué no comprar una caña de fibra de vidrio? Porque una caña natural me había hecho muy feliz. ¿Por qué comprar una caña tan grande y pesada? Porque pensaba que si una caña mediana funcionaba tan bien, una caña grande tenía que ser mejor. Además, yo me sentía retado físicamente: tenía que demostrar al mundo que podía usar esa caña enorme y extremadamente pesada. Posiblemente me angustiaba no haber pegado el estirón cuando casi todos mis compañeros ya lo habían hecho. Sentía que me estaba quedando petiso. Tal vez ese complejo inició la cadena causal de complicaciones que tuvo esa caña. La primera fue que con ella tuve el primer hecho de "inseguridad" de mi vida. El día que la pensaba estrenar en la Costanera, tres pibes más grandes que yo me quisieron robar entre Ciudad Universitaria y Parque Norte. Ese día la caña ganó su nombre: Garrote. ¿Por qué? Porque la usé para literalmente romperle la cabeza a uno de los ladrones, cosa que no pude lograr pero que me permitió escapar. Asustado, ya no quise volver a la Costanera. Llegó Enero y fuimos con mi familia a San Bernardo. Una noche, con mi padre, concurrimos al muelle de Mar de Ajó. Para esa época, verano de 1988, el Partido de la Costa ya estallaba de gente. La zona de cañas estaba repleta de pescadores y casi no había espacio para lanzar. Lo que se solía hacer en esos casos era que los que estaban con las líneas tendidas se corrieran y bajaran un poco las cañas. El pescador que iba a la lanzar gritaba “va plomo” y esperaba que se corrieran los que estaban cerca de la baranda. En un momento yo era el que tenía que hacer el lanzamiento. Grité bien fuerte el “va plomo”. Todos se corrieron menos un viejo (debía tener la misma que yo ahora) pelado. Entonces volví a gritar “va plomo”. El pelado se dio vuelta, me miró y no se movió ni un centímetro. Enojado volví a gritar “va plomo” y lancé por encima del pelado. Pero el diablo metió la cola… el carretel del reel Escualo tenía una gatella en la tanza y se trabó. La plomada de 200 gramos me empujó la caña hacia abajo y le pegué en el medio de la pelada al viejo. Todavía me pregunto cuánto de accidente tuvo el cañazo, cuánto de “destino manifiesto” tenía una caña llamada Garrote y cuánta gana de darle una lección al viejo canchero. Recuerdo que uno gritó “sonó hueco” y todos los pescadores estallaron de risa. Después de eso el pelado se tuvo que ir a su casa y todos se corrían cuando yo lanzaba.
El reel Escualo es un capítulo aparte. Era una marca amada por los pescadores argentinos y el equivalente del Ford Falcon: nunca se rompía (?). Bueno, en realidad eso de que no se rompía era un mito, por lo menos en el modelo 6007. En mi caso se rompió tres veces una pieza (conocida como “uña”) que unía un sinfín con el vástago que movía el carretel. Cada arreglo era una fortuna de dinero y lo peor era –como "no se rompía"– que me decían que se rompían por mi culpa. Aunque era verdad (desconocía que, en caso de enganche, no hay que “tirar del reel”), era justamente lo que menos quería escuchar y le tomé bronca al Escualo. Hasta el presente post sostenía que tuve y tengo un montón de reels y que solo se rompió el Escualo 6007.

Para el verano de 1989 yo ya no tenía problemas para dominar a Garrote finalmente había pegado el estirón y la usé seguido hasta el año 2001 que compré una caña de grafito de tres metros sesenta centímetros, a la cual llamo Leviatán. Esporádicamente volví a utilizar a Garrote y hoy tomé la decisión de sacarla del servicio activo. Garrote ya no va a pescar, los años ya la afectaron y usarla solo va a llevar a que se rompa. Desde mañana va a colgar en mi Fortaleza de la Soledad.
Para terminar, vuelvo a Borges. Él ponía en la boca de Bacon la frase "aprender es recordar". Por eso es que recuerdo a Garrote y las trampas del conocer-reconocer.

Sin embargo, la tesis platónica, mi primera caña, el enorme pequeño cazón, la caña "de Miguel Ángel", la Roja Súper Especial, mi querido Garrote, el pelado del muelle de Mar de Ajó, el reel Escualo 6007 y el "aprender es recordar" pudieron haber no sido.